Héctor Rodriguez Espinoza

Juventud, madurez y política judicial

“Cuando pienso que un hombre está encargado de juzgar a otro, me estremezco”.

—Séneca, pensador romano

Por Héctor Rodríguez Espinoza

I.- UNA PRIMERA CLASE. Irrumpen, cíclicamente, en el escenario partidista y gubernamental nacional, con mezcla de transparente ingenuidad y prematuro arrojo. Se quieren comer el mundo en un trienio o un sexenio. Con posgrados, empaque cibernético y finos modales, ocupan cargos y sitios en foros y portadas de revistas. Son los políticos y jueces demasiado jóvenes.

Algunos, discípulos de derecho, con su decepción de la crisis a cuestas que les hemos legado, piden consejo sobre su responsabilidad y oportunidad para solucionarla. No lo tengo ni para mí. Pero encuentro respuestas en mi experiencia y en mi maestro Thedor Stenberg, en su Filosofía del Derecho, desde su lógica europea. Es evidente que no les gustará. Apelo a su honradez dialéctica.

II.- THEDOR STENBERG. Parafraseando a este notable jusfilósofo alemán, les digo: La profesión política es de tal naturaleza que, en ella, la erudición y la rutina, solas no sirven de nada. Es, más bien, una profesión de personalidad, como la del artista, la del sacerdote y la del militar. Estas se distinguen en que tienen, como interés, lo que sean sus representantes como varones y mujeres; mientras que tal cuestión es bastante indiferente, por ejemplo, al constructor de una máquina de vapor. No obstante, entre todas aquellas, la profesión política es la única que se distingue, porque las propiedades de carácter que se exigen dependen de la madurez de edad.

La instrucción de reclutas, así como la dirección de un pequeño número de combatientes, puede ser emprendida por un joven —especialmente bajo la inspección de jefes de más edad—, si el oficial ha sido educado en el culto al honor y a la patria; también se prestan, para jóvenes de vocación, el profesorado y el sacerdocio; pero, en la silla del gobernante y en la de juez, los que ordinariamente deciden sobre el bien y el mal de los hombres e intervienen en la vida social de una manera directriz y coercitiva, no puede ponerse a hombres demasiado jóvenes.

Las cualidades de personalidad necesarias para el estadista y juzgador se encuentran raramente desarrolladas, de manera suficiente, en jóvenes, aun en los dotados. Conocimiento del mundo, profunda seriedad moral, humanismo y humanitarismo, unidos a un rigor inflexible puesto al servicio del decoro y de la justicia, y, finalmente, la más alta libertad de espíritu: éstas son las cualidades ideales del político y del juzgador. Y sólo logra reunirlas, aproximándose al ideal, quien ha entrado en la plenitud de la vida. Es justo y procedente que el mundo sea regido por hombres de cincuenta a sesenta años. También exigen, edad madura, las ciencias políticas y sociales.

Propia de la juventud es la necesidad de acción; también el afán de investigador y el entusiasmo artístico. Pero no es cosa adecuada para ella, reflexionar y solucionar las cuestiones harto humanas de otras personas. Esto explica, también, el general desagrado y la falta de comprensión de los principiantes.

De la misma manera que en el militar es más importante su decisión y energía que la erudición, también preceden, en el político y el juzgador, las cualidades de carácter anotadas. En su calidad de profesión que exige personalidad, figura con razón delante de las meras profesiones intelectuales, como las técnicas.

La predilección de Stenberg por las cualidades de carácter en el político y juez no significa, en lo más mínimo, menosprecio de la ciencia. A menudo se oye decir, aún a algunos rutinarios unilaterales políticos europeos: “¿Para qué sirve tanta ciencia? No hace sino deformar la sana inteligencia natural del hombre. Lo mejor sería abolir el estudio académico, y limitarse a una preparación práctica”. Hacen indicaciones relativas a América y advierten que los políticos educados sólo en el orden práctico, imprimirán una marcha más vigorosa a la política y a la justicia, que la que domina bajo la influencia de los estudiantes extenuados por el intelectualismo. Tal argumentación delata una óptica mezquina y distanciada de la cultura.

Stenberg no quiere estadistas “enérgicos” o “simpáticos”, ni tampoco políticos “listos” y “astutos”, sino hombres y mujeres que, dotados de visión amplia y profunda, sepan examinar, con cuidado, las decisiones más pertinentes; que se esfuercen para ser algo más que hombres y mujeres de negocios; políticos y jueces que sean aptos para imponer la ciencia política universal. Cultivada en su sentido excelso, la ciencia política se manifiesta como eminentemente educadora de la inteligencia y del carácter. Así como los problemas sociales sólo son perfectamente inteligibles para una persona madura, en cambio el ocuparse de ellos influye educativamente hasta el fin de la vida humana. Así como se educa a la juventud en la gramática, podría ser utilizado el estudio jurídico y político para una edad madura, aún que no se exija el ejercicio de la profesión. El estudio de los problemas sociales enseña a comprender los esfuerzos y la voluntad de los hombres, a juzgar con serenidad y poner ideas reales en lugar de vagos prejuicios.

La teoría del estado no es, realmente, un estudio propio de la juventud. En la adolescencia, de dieciocho a veinte años, no es corriente interesarse por los destinos y sinsabores ajenos, base profunda para el Derecho y para la Política. De ahí la supuesta aridez de la materia y la cacareada desaplicación de los jóvenes abogados y políticos. El fondo espiritual subjetivo del adolescente es relativamente egoísta y primitivo; aun al más sentimental no le es fácil transportarse al alma de otro.

Así se explica que pronto no se vea, en el Derecho y en la Política, otra cosa que artículos, documentos y planes; y una vez emprendido este camino, pronto queda ahogado, en germen, aquel último sentimiento que se había formado en el curso natural de la evolución del alma. En la mayoría de los casos sería más conveniente, para la formación del carácter —que precisamente exigen la ciencia y profesión política y jurisdiccional—, el empezar tarde su estudio, a causa de la facilidad incomparablemente mayor con que una inteligencia más madura se hace cargo del Estado.

—¿Y para los puestos judiciales, en particular? —me inquiere una alumna—.

—En la siguiente sección —le contesto.

Se despiden con una última pregunta:

—Además de una lat top, una tablet y un Iphone de última generación ¿qué más podremos necesitar, profesor?

—¡Una carrera cursada con pasión, un título buen ganado y una constitución política comentada!

III. UNA SEGUNDA CLASE. Fieles a la cita de la clase siguiente, los jóvenes abogados en ciernes desean redondear el diálogo anterior y sus legítimos afanes por construir su inminente y efímero destino en el foro, en la procuración e impartición de justicia y en la vida política.

Una entrada: la Justicia, supremo valor de la humanidad, tiene muchos campos de concreción en los gobiernos y en la vida de los pueblos. Como sentimiento, la justicia es accesible a todos. Como profesión, es más responsabilidad de los estudiosos del derecho y de la ciencia política y teoría del estado.

En México, una de las manifestaciones de la justicia o –mejor dicho– de su ausencia, es la inseguridad pública y orfandad institucional. La confianza social, una de nuestras tradiciones y orgulloso patrimonio, la despilfarramos en nombre de la globalización cultural y dependencia económica.

La ONU nos condena: “México vive un debilitamiento generalizado de la cultura de legalidad y del Estado de Derecho, debido a la inoperancia del sistema de justicia, que aplica leyes a discreción y en beneficio de ciertos grupos de poder”, concluye, palabras más palabas menos, cada informe anual.       

Por ello, la sociedad nacional clama la participación de buenos profesionales del derecho. Desde la sociedad civil, como asesores; y desde la sociedad política, como empleados y funcionarios.

Como ética –dice Couture–, la abogacía es un constante ejercicio de la virtud. La tentación pasa siete veces cada día por delante del abogado. Éste puede hacer de su cometido –se ha dicho-, ¡la más noble de todas las profesiones o el más vil de todos los oficios!

IV.- THEODOR STENBERG DE NUEVO. Nos centramos en la carrera de la Justicia. Los jóvenes permanecen atentos y respetuosos. Retomo al jurista germano:

Ya en el Derecho romano se definió la jurisprudencia como “el conocimiento de las cosas divinas y humanas y la ciencia de lo justo y de lo injusto”. Tal amplitud cultural y difícil ciencia, limitan a una minoría seleccionada las posibilidades del ejercicio auténtico de la procuración e impartición de justicia.

A la procuratura y a la judicatura, en particular, el abogado no debería llegar antes de haber alcanzado madurez, que de ninguna manera tiene el asesor corriente.

Las profesiones de procurador de justicia y de juez no sólo exigen grandes capacidades, también una gran resignación. El procurador y el juez deben mantenerse alejados de las luchas y penalidades exteriores de la vida; no pueden conquistar nada ni luchar por nada más que por su caudal espiritual, por la purificación y perfeccionamiento de su conciencia y talento. No tienen en las manos ningún objeto durable, cuya prosperidad pueda depararles alegrías; cuyo progreso pueda alegrarles; además, no pueden aspirar a alcanzar fortuna ni honores como los boxeadores o como los artistas. Deben resistir la desaprobación de las gentes, y desinteresarse de su aprobación.

El procurador y el juez no deben ser populares. Cuando investigan y juzgan, ellos sólo son, a la vez –sabios y justicieros– el pueblo y el estado, cargados con toda la responsabilidad del estado.  Pero es una tarea oculta e ideal al servicio de la moral y de la ciencia. Por esta razón, ni aun la fama de la posteridad puede serles garantizada, y precisamente no puede hacerse nunca justicia ni al mejor juez siquiera por el mismo hecho de que, la labor de su autoeducación y la de su administración judicial, es puramente íntima. Aún en su actuación no puede tampoco dejar traslucir este proceso interior, ni puede llegar a la creación visible de estas luchas y anhelos, como, por ejemplo, hace el poeta.

El juez es un sacerdote, que no puede ni predicar ni hacer sacrificios. Debe acercarse hasta lo más hondo de los hombres y penetrar tan profundamente, que el criminal sentado en el banquillo pueda considerar como acto de redención, simpatía e íntima comprensión, la condena a una pena grave; y, sin embargo, el juez no puede, como el sacerdote, manifestar esta simpatía en sus palabras, ni puede permanecer cerca de los hombres. El efluvio de la sabiduría y de la justicia en actos y palabras desprovistas de ostentación, es la esencia de la actividad y equidad judiciales, que, cuando no son negadas, son poco estimadas por los hombres entregados a sus negocios.

V. EDUARDO J. COUTURE. Sea permitida —refiere el procesalista uruguayo— una parábola: Cuenta Péguy que un día se quedó impresionado viendo a su madre componer una silla. Era tal la prolijidad, el escrúpulo, la amorosa atención con que cumplía su humilde artesanía, que el hijo le expresó su admiración. La madre le dijo: “El amor por las cosas bien hechas debe acompañarnos toda la vida; las partes invisibles de las cosas, deben repararse con el mismo escrúpulo que las cosas visibles. Las catedrales de Francia son las catedrales de Francia porque el amor con que está hecho el ornamento externo es el mismo amor con que están hechas las partes ocultas.” Del mismo modo ocurre en todos los actos de la vida. El amor al oficio lo eleva a la jerarquía de arte. El amor por sí solo transforma el trabajo, en creación; la tenacidad, en heroísmo; la fe, en martirio; la concupiscencia, en noble pasión; la lucha, en holocausto; la codicia, en prudencia; la holganza, en éxtasis; la idea, en dogma; la vergüenza, en sacrificio; y la vida, en poesía, concluye Couture.

VI.- CIURATTI. En su Arte Forense, no nos podría haber propuesto –para no estar alejados de la partidista moda– un candado mejor: “Dad a un hombre todas las dotes del espíritu, dadle todas las del carácter, haced que todo lo haya visto, que todo lo haya aprendido y retenido, que haya trabajado durante treinta años de vida, que sea en conjunto un literato, un crítico, un moralista, que tenga la experiencia de un viejo y la inefable memoria de un niño, y tal vez con todo esto forméis un abogado completo.”

VII. DESPEDIDA. —Pues hasta dentro de treinta años, maestro, —se despiden convencidos y animosos los muchachos.

—Ya no estaré aquí para juzgarlos —musito optimista y resignado.