Destacada

La caravana migrante: ¡ahí viene el cucui!

NILTEPEC, OAXACA, 29OCTUBRE2018.- La caravana migrante comenzó a desplazarse en camionetas, camiones de carga pesada y pipas de gasolina con rumbo hacia la ciudad de Juchitán. FOTO: F. REYNA LUCERO /CUARTOSCURO.COM

Más allá del hecho concreto de esta caravana migrante, el mundo enfrenta en los últimos años una crisis humanitaria que involucran a cientos de miles de personas que huyen de la violencia y el hambre

Por Imanol Caneyada

En Juchitán, Oaxaca, cerca de siete mil personas (no hondureños, no guatemaltecos, no salvadoreños, personas simplemente con otra nacionalidad) esperan q que el gobierno de la Ciudad de México y el de Oaxaca les resuelvan el problema del transporte para trasladar al contingente de refugiados que huyen de la violencia y el hambre en pos del sueño americano.

De momento, hasta ahí ha llegado la conocida como caravana migrante, la cual entró a México por la frontera sur hace veinte días despertando un fuerte sentimiento xenófobo en amplios sectores de la población.

También, no podría ser de otra forma en nuestro país, ha despertado el profundo sentimiento de solidaridad en muchos otros sectores que están movilizándose para habilitar albergues y recolectar víveres.

Cerca de mil quinientos niños que no saben de pasaportes ni de políticas externas e internas viajan en condiciones infrahumanas huyendo de condiciones mucho más infrahumanas, aunque haya quien piense que están en un viaje de turismo.

El fenómeno es tan complejo que resumirlo, como  ha sucedido, en un twitt o en un comentario de Facebook es irresponsable.

Hay cuestiones inmediatas que tienen que ver con un hecho concreto que sucede hace años: México es el paso natural de los habitantes de Centroamérica hacia Estados Unidos. México, presionado por el gobierno de Estados Unidos (antes de la era Trump, no nos engañemos, y especialmente durante la era Trump), diseñó una política de deportaciones masivas de centroamericanos.

De 2015 a 2018, México deportó 436 mil 125 centroamericanos, mientras que Estados Unidos, en ese mismo periodo, deportó 293 mil 813, según cifras proporcionadas por el Instituto de Migración de Guatemala y el Centro de Atención del Migrante Retornado de Honduras a medios nacionales.

Mientras los mexicanos nos rasgábamos las vestiduras por las declaraciones antimexicanas de Trump y veíamos horrorizados cómo los niños eran separados de sus padres en los centros de detención del vecino país, el gobierno de Peña Nieto, oh paradoja, le hacía el trabajo sucio al socio comercial a cambio de beneficios económicos concretos por miles de millones de dólares.

¿Qué ha cambiado?

El hecho de que la caravana migrante uniera sus esfuerzos y deseos y entrara al país de forma articulada, conjunta y con demandas específicas.

Un país expulsor de compatriotas que huyen del hambre y la violencia como es México, no tiene los argumentos para justificar la detención y expulsión simultánea de siete mil personas que no se han cansado de expresar que su peregrinaje obedece al deseo de encontrar una vida en la que el homicidio, el feminicidio y la falta de empleo no sean lo cotidiano.

El actual gobierno mexicano, cuya política es la de la detención y la deportación inmediatas de ciudadanos centroamericanos, carece de una estrategia alterna que retome a una larga tradición diplomática que caracterizó a México en épocas pasadas: la de ser una nación que acoge a los perseguidos.

La lista es larga, por mencionar los casos más emblemáticos: los refugiados de la guerra civil española, los refugiados de las dictaduras argentina y chilena.

El gobierno de Peña Nieto está improvisando para enfrentar esta crisis humanitaria en la que ningún argumento xenófobo, como que nos van a quitar nuestros empleos o que son portadores de enfermedades o que son delincuentes, tiene cabida, porque esos son los mismos argumentos que sostienen las políticas migratorias del villano favorito de los mexicanos: Trump.

A diferencia del vecino del norte o de los países europeos, cuya condición de naciones receptoras les permite endurecer sus políticas migratorias, México, en el desquicie total, en la esquizofrenia de ser al mismo tiempo expulsor y receptor de migrantes, está paralizado.

Por su parte, los migrantes centroamericanos han descubierto que la única forma de atravesar lo que consideran el infierno, es decir, nuestro país, y no caer en las garras de los tratantes de personas, de las autoridades migratorias que los extorsionan y del crimen organizado, es hacerlo en caravana, por lo que ésta que acaba de instalarse en Juchitán, Oaxaca, es la primera de otras que vendrán enarbolando el derecho que les asiste por completo, el de aspirar a una vida digna.

Más allá del hecho concreto de esta caravana migrante, el mundo enfrenta en los últimos años una crisis humanitaria que involucran a cientos de miles de personas que huyen de la violencia y el hambre.

Esto ha provocado que las derechas antiinmigrantes en toda Europa, en Australia y en Estados Unidos, mediante un discurso xenófobo, ganen elecciones.

El migrante es el enemigo, es el monstruo, es el delincuente que viene a quitarme lo que tengo.

Lo cierto es que (ahí están los números) en los países considerados del primer mundo, el bienestar que han logrado sus habitantes, el decrecimiento demográfico y las políticas asistencialistas han provocado la imperiosa necesidad de contar con esta mano de obra barata que haga los trabajos que los nacidos en ese país no quieren hacer, lo que a su vez ha repercutido en un crecimiento económico que de otra forma no hubiera ocurrido.

En México, de momento, la amenaza fantasma de que los centroamericanos nos quitarán nuestros trabajos, no es más que una exhibición de pánico deshonroso. Los migrantes se han cansado de repetir que su objetivo es Estados Unidos. Incluso rechazaron hace unos días un plan de empleo temporal que les ofreció el gobierno federal.

En Sonora, este pánico ha despertado sentimientos regionalistas y antiinmigrantes que parecían superados desde aquellos tiempos en que se persiguió y expulsó a los chinos con los mismos argumentos: nos quitan nuestro trabajo, portan extrañas enfermedades y son delincuentes.

El sentimiento xenófobo de algunos sonorenses (no de todos, por fortuna), ha sido azuzado de forma sutil con ciertos discursos emitidos por las autoridades.  Desde calificar como una amenaza a la seguridad la caravana migrante (el secretario de gobierno), hasta decir que los recibiremos con los brazos abiertos en el antiguo estadio Héctor Espino donde quedarán confinados hasta que continúen su viaje rumo a la frontera (la alcaldesa Célida López).

El hecho es que los integrantes de la caravana migrante cuentan ya con un permiso para estar en México concedido por las autoridades federales, por lo que sería violatorio de sus derechos obligarlos a permanecer en un área, pues la calidad de migrante refugiado que tienen les permite transitar libremente por el territorio mexicano hasta que se venza el mismo.

Por otro lado, el Gobierno del estado ha presumido de un crecimiento económico de 4% anual, principalmente gracias a la minería y la agricultura. Hasta donde se sabe, las cosechas de la costa de Hermosillo y de Caborca las levantan mano de obra migrante, proveniente de Oaxaca, Chiapas y Guerrero principalmente, estados sumidos en una miseria semejante a la de los países centroamericanos; lo mismo aplica para los trabajos menos remunerados de la minería, los más peligrosos.

La caravana migrante aún no decide qué ruta tomará rumbo a la frontera norte, por lo que no sabemos a ciencia cierta si pasará por Sonora.

Lo que es un hecho es que si llegaran a transitar por el territorio sonorense y algunos decidieran quedarse por aquí a probar suerte, la economía local no sufriría ningún quebranto, nuestros trabajos no estarían en peligro ni en Ciudad Obregón aumentaría la tasa de homicidios por día, una de las más altas del país a últimas fechas sin que haya puesto un pie la caravana migrante.

Históricamente, el poder ha utilizado la amenaza migrante para ocultar su incompetencia. Esta vez no tendría por qué ser la excepción, lo peor es que habrá quien compre el discurso, un discurso que se sustenta en la cuestionable idea de que nacer en un lugar te da un derecho exclusivo sobre él.

De ser esto cierto, ningún país existiría como lo conocemos, mucho menos México.