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Los vapores del demonio

La sanguijuela es voraz, se alimenta de presas desprevenidas que cuando se enteran de la sangría que los debilita el daño es irreversible

Por Franco Becerra B. y G.

“¡Es una sanguijuela…!”, fue una expresión que mi abuelo utilizó para referirse a un individuo cuya identidad mi mente infantil no registró.

La energía con la que pronunció la frase —hoy lo sé— no admitía duda: aquella persona había que mantenerla a prudente distancia. 

Años después fui testigo de ataques de sanguijuelas y comprendí en su exacta dimensión el sentido del término utilizado por mi abuelo Jesús.

Intentaré hacer una descripción lo más certera que sea posible de lo que observé en los pantanos de Louisiana.

Una sanguijuela porta en el nombre su misión en la vida: sangrar a su víctima. 

La sanguijuela es un animalillo invertebrado de aspecto primitivo, no más largo que el dedo índice.

Su asqueroso cuerpo de tonos entre verde y café es gelatinoso y como tal sumamente escurridizo.

Al menor descuido se lanza sobre la víctima para rasgar la carne con sus dientecillos afilados y con sus potentes ventosas succionar la sangre, una y otra vez, con un compás escalofriante.  

Una vez saciado el instinto y grotescamente henchida regresa al pantano y cuando se cree que el ataque ha terminado, otra sanguijuela salta y se prende ansiosa de la herida abierta para continuar sangrando a la víctima.

La sanguijuela es voraz, se alimenta de presas desprevenidas que cuando se enteran de la sangría que los debilita el daño es irreversible.

A fines del siglo XIX los médicos aun aplicaban un salvaje tratamiento originado en la edad media, que consistía en la creencia que la extracción de la sangre impura eliminaría del cuerpo humano lo que llamaban “Los vapores del demonio”, esto es los cuatro humores del enfermo: la sangre, la flema, la bilis amarilla y la bilis negra.  

Los galenos mexicanos de la época pagaban a los lugareños 5 centavos por cada sanguijuela que utilizaban para atender a sus clientes.

Los tratamientos por sangría se anunciaban “sin dolor”, y era cierto, pues las sanguijuelas al momento de morder inyectan un poderoso anestésico.  

Regreso a la mesa del comedor donde mi abuelo y sus amigos hablaban de diferentes temas, espacio donde quienes no rebasábamos aun los 11 años éramos considerados “niños planta”, esto es: se nos permitía estar presentes, siempre y cuando no abriéramos la boca.

Hoy puedo hablar abiertamente de ello y comprendo cabalmente a lo que se refería mi abuelo.

Probablemente en la actualidad ya nadie utilice el despectivo término “sanguijuela” para referirse a la acción depredadora de un individuo, y aunque el adjetivo calificativo se haya olvidado la acción perdura, solo hay que voltear a nuestro alrededor y confirmarlo.  Estoy convencido que para que exista una sanguijuela deberá existir siempre una presa: una víctima a quien se le esté sangrando lentamente sin siquiera notarlo, y para cuando se entere, sea ya… demasiado tarde.