Héctor Rodriguez Espinoza

Segunda mitad del camino

La patria mexicana: compendio de sacrificios, ideales y esperanzas

Por Héctor Rodríguez Espinoza

I. RAÍCES. En este septiembre debemos recordar y festejar nuestras raíces e identidad nacional. Nuestra nación, en su acepción sociológica, es el resultante de un tiempo, más o menos largo, en el que en la sociedad se amalgamaron elementos varios y diversos, como origen étnico, lengua, valores, tradiciones, religión, costumbres, alimentación, moneda, vestido, artes. Es nuestra actitud frente a la naturaleza y la sociedad. Es nuestra cultura.

Nuestra patria, es la síntesis dialéctica de la nación y cada uno de sus miembros, a través de un vínculo formal y espiritual que genera, a ambas partes, derechos y deberes, en el orden moral y legal.

II. CONQUISTA Y COLONIA. Consumada la brutal conquista, por los españoles, de nuestras naciones indígenas prehispánicas en América, continuó un imperio colonial en el que la Nueva España era el Virreinato más valioso para la metrópoli, por su estratégica posición, sus quince millones de habitantes, cultura y recursos económicos. Era distinguida como: «La joya más preciada de la Corona española».

Tres siglos después, por el tiempo de la visita de Humboldt, la población descendió a seis millones, con una heterogeneidad racial y mental, escasa e irregular densidad, y los más profundos desniveles sociales, económicos y culturales, el 80%, entre indígenas y castas estaba marginado de los estatutos y de los mandos sociales.

III.- HIDALGO. El Imperio, sin embargo, estaba a punto de saltar hecho pedazos. Hacia la expulsión de los jesuitas, en 1767, un joven cura, Miguel Hidalgo y Costilla, recibía la marca de profundas huellas en su espíritu: le caló hondamente el hiriente y provocador Bando del virrey Marqués de Croix clavado sobre la puerta principal de su colegio, que finalizaba así:

«Pues de una vez para lo venidero, deben saber los súbditos del gran monarca que ocupa el trono de España, que NACIERON PARA CALLAR Y OBEDECER, y no para discurrir en los altos asuntos del Gobierno.»

Le impactó hondo, también, la draconiana sentencia y castigo a quienes osaron levantar la voz, como una docena de autoridades indígenas, a quienes se le ejecutó «en la plaza pública…» y, quitados sus cadáveres de la horca después de estar cinco horas suspensos, separó el ejecutor de «la justicia» sus cabezas y las puso en picotas bien altas, en los mismos sitios de sus casas, destruidas y sembradas de sal, y sus mujeres e hijos arrojados de aquella provincia, intimándolos a que jamás volvieran; cuyas cabezas debieron preservar en las picotas hasta que fueran enteramente consumidas.

(Cuatro años más tarde, también a él le condenarían a lo mismo).

Ello explica que haya sido «tan violenta», tan devastadora, la revolución acaudillada por Hidalgo, que siempre nos embarga la sorpresa al recordar que, «sólo cuatro meses estuvo al mando efectivo de la hueste. En ese increíble corto espacio, aquel teólogo criollo, cura de almas pueblerinas, gran aficionado a la lectura y amante de las faenas del campo y de la artesanía, dio al traste con el gobierno de tres siglos de arraigo: porque si la vida no le alcanzó para saberlo, no cabe duda que fue él el que hirió de muerte al virreinato» (Edmundo O’Gorman).

El instante supremo ha sido mil veces referido, pero aún se dificulta reconstruir, minuto a minuto, lo que se dijo en la recámara de Hidalgo aquella madrugada del 16 de septiembre de 1810:

«… Se sabe que los nervios, el pánico y las soluciones más absurdas predominaban entre el más reducido grupo de conspiradores descubiertos. Hidalgo calla y los observa a todos. De pronto asume una actitud implacable, resuelta, lúcida. A la algarabía sucede el silencio más absoluto. El hombre se pone de pie, sus ojos parecen arrojar llamas -como lo ha imaginado el genial Orozco en el mural de Guadalajara-, levanta los brazos, cierra los puños, golpea con fuerza sobre la mesa, alza la voz y exclama: ¡Caballeros, somos perdidos; aquí no hay más recurso que ir a coger gachupines!»

El grupo salió en dirección a la parroquia de Dolores y con su campana, hoy monumento histórico, Hidalgo llamó al primer y eterno despertar por la libertad de —la desde entonces— nuestra nación.

No cabe duda que el hombre fue un revolucionario ideológico, hasta aquella madrugada; que a partir de allí se transformó un revolucionario efectivo; y que de esa fusión entre idealidad y realidad, emerge la figura señera de quien es, por derecho propio, «El Padre de la Patria».

Cuatro días después del Grito, después de denunciar la «humillante y vergonzosa» sujeción de los mexicanos a «la península por trescientos años», señaló que el motivo capital del levantamiento era por los «derechos sacrosantos e imprescriptibles de que se ha despojado a la nación mexicana, que los reclama y defenderá resuelta».

Así se dirigió a sus «amados compatriotas, hijos de esta América». Y les anunció que…

«El sonoro clarín de la libertad política ha sonado en nuestros días».

IV. MORELOS. El primer humanista social en América, nos legó poco después los 23 Sentimientos de la Nación mexicana. No se puede resistir la tentación de recordar, ahora, cuatro de ellos:

– Que América es libre e independiente.

– Que la soberanía dimana inmediatamente del pueblo.

– Que no se admitan extranjeros, si no son artesanos capaces de instruir, y libres de toda sospecha.

– Que como la buena ley es superior a todo hombre, las que dicte nuestro Congreso deben ser tales que obliguen a constancia y patriotismo, moderen la opulencia y la indigencia, y de tal suerte se aumente el jornal del pobre, que mejore sus costumbres, aleje la ignorancia, la rapiña y el hurto. (Mi favorito).

¡Hermoso compendio de buen gobierno!

V. PIMERÍA ALTA. Mientras esto ocurría en Mesoamérica, aquí, en nuestra árida América, nuestra Pimería alta, nuestros antepasados, altivos y tenaces defensores de su territorio, asumieron a su manera, la lucha entre el coloniaje, pues solamente fueron conquistados por las armas de la persuasión y la cultura. La obra espiritual y material de una generación de civilizadores, con Eusebio Francisco Kino a la cabeza, sigue siendo una prédica para el presente y futuro de estas tierras.

VI. JORNADA POR LA INDEPENDENCIA Y REFORMA. La primera fue corta, pero la de la unidad nacional sería larga: sobrevinieron la crisis de organización; la guerra con los Estados Unidos en 1847, con la pérdida de más la mitad del territorio, por la desunión nacional; la Reforma e intervención francesa, en que la más lúcida y patriótica generación de mexicanos, acaudillada por Benito Juárez, retomaron la conciencia de nación y patria y —como le escribió a Juárez el poeta novelista Víctor Hugo— «el principio de la república», que tan bien se resume en el apotegma:

«Entre los individuos como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz», regla de oro de política interior y exterior.

VII. RESISTENCIA SONORENSE. En 1846 y 1847, aquí los paisanos también enarbolaron los intereses de la patria resistiendo, en la invasión de tropas norteamericanas en Guaymas.

En 1853, cuando nos fue arrebatada La Mesilla, la nación fue mutilada y Sonora perdió una cuarta parte de su territorio original.

En 1854, con terquedad se rechazó a los filibusteros, cuando William Walker proclamó la «República de Sonora». También en Guaymas, en el mismo año, Gastón Raousset de Boulbon fue derrotado, fusilado y sepultado junto con sus ansias de expansión.

En 1857, Henry Alexander Crabb fue también ejecutado, en precio de la gloria que se cubrieron Caborca y la nación mexicana, salvaguardando los supremos sentimientos de la obstinada identidad nacional.

En 1866, en enero, todavía en Álamos se libró una de las batallas definitorias contra las fuerzas intervencionistas. Y en Guadalupe de Ures, en septiembre de este mismo año, las huestes liberales al mando del general jalisciense Ángel Martínez «el machetero», pusieron fin a las fuerzas francesas al mando del general Emilio Langberg, muerto en dicha batalla y sepultado allí mismo.

VIlI. BUSCA DE IDENTIDAD, DICTADURA Y REVOLUCIÓN. Transcurre el tiempo y México era aún un país en busca de sí mismo. Largo y sostenido esfuerzo emancipador. Se libraron batallas ideológicas que precedieron a los hechos armados, cuya conjunción fue dando forma al país de nuestros días.

«Que ningún ciudadano se imponga y perpetúe en el ejercicio del poder, y ésta será la última revolución», terminaba proclamando Porfirio Díaz, en el Plan de la Noria.

Pero se impuso y perpetuó 30 años él mismo, y ¡hubo otra rebelión! Pero ésta, más allá de los límites de las revoluciones democrático-burguesas, constituyó la primera gran revolución social del siglo XX, al elevar a rango constitucional los derechos sociales, económicos y culturales, los derechos de clase de campesinos y obreros, rompiendo viejos moldes europeizantes.

Sufragio efectivo, no reelección, en el norte; tierra y libertad, en el sur; lemas que cundieron también a izquierda y a derecha de la resistente geografía nacional, conformaron lo que devendría en una crucifixión de más de un millón de mexicanos.

La sangre y sudor de ellos, dignos sucesores de Cuauhtémoc, Cuitláhuac, Hidalgo, Morelos, Allende, Juárez, Madero, entre muchos otros, y del pueblo que los siguió, se convirtieron en la tinta con que se manuscribieron, en Querétaro, en 1917, los nuevos sentimientos -y ahora normas- de la nación, de la patria, de la República Mexicana, a través de la Constitución Política. Su forma de ser, su forma de estar constituida, su forma de sentir, un proyecto nacional, cuyo documento original veneramos, aun con sus más de 600 reformas y adiciones.

IX. SONORA. Integrada ya en aquella época al palpitar nacional, fue cuna, en Cananea, de la primera denuncia de la paz ficticia de Díaz. Recordamos a Ricardo Flores Magón, Estaban Baca Calderón, Manuel M. Diéguez, Lázaro Gutiérrez de Lara, Plácido Ríos, Francisco Ibarra, Librado Rivera y otros líderes y pueblos que, con justicia, los llamamos los mártires de 1906.

Surgió un Estado obrero, que inspiró a Carranza su histórico discurso de Hermosillo, en 1913, plasmado en el entonces y ahora revolucionario artículo 123, inteligente fórmula para institucionalizar «la formidable y majestuosa lucha social, lucha de clases», a través de un equilibrio -en lento proceso de consumar- entre capital y trabajo, factores por igual, sine qua non, para la producción y economía mixta de nuestro país.

Desde entonces, los juristas de América Latina consideran a México, como la meca del Derecho obrero.

Secundamos a Madero. Quince días antes del Plan de la Hacienda de Guadalupe, aportamos el Plan de Nacozari, firmado por Plutarco Elías Calles, Salvador Alvarado, Juan G. Cabral, Juan José Ríos y Álvaro Obregón, contra la usurpación del “chacal” Victoriano Huerta con la complicidad del embajador norteamericano Henry Lane Wilson.

Obregón y Elías Calles, en la etapa armada y desde el gobierno, después, libraron y ganaron batallas de profundas transformaciones sociales y le dieron a la nación, a la patria, a la República, la razón de existir ante el concierto internacional: la razón de Estado institucional.

X. A 111 años del inicio de la Revolución, en el marco de una sedicente cuarta transformación, en plena pandemia por el covid 19, recorre la geografía nacional un escalofrío de incertidumbre y ansiedad. La crisis económica del origen exterior y por causas de incapacidad y corrupción internas, tienden a debilitar la maciza estructura política del sistema capitalista dependiente, desigual y combinado.

XI. Pero el recuerdo del pasado no debe ser un simple ejercicio memorístico o un último recurso para justificar u ocultar la crisis.

Lo hacemos para demostrarnos a nosotros mismos, y al mundo, que las raíces de la nación, de la patria, de la República, se hunden hondo, como el arado del campo mexicano que sigue produciendo. Que el norte de México, y Sonora, han participado en los momentos de crisis, aportando su instinto, su talento, su vocación, su inteligencia, para encauzar las ideas y acciones en proyectos nacionales cuya esencia, a pesar de todo, está intocada. La independencia nacional parte del amor a la patria, el amor a nuestras raíces indígenas y mestizas, idea fuerza del artículo 3° constitucional.

Frente a la patria, o se es leal o se es traidor.

La Revolución Mexicana, ahora, debe seguir siendo la educativa, la cultural, la moral, para hacer del ciudadano de hoy y del mañana, no otro mexicano, sino “un mexicano otro”, que se eduque y cultive en el respeto a sí mismo, a nuestra historia, a nuestros héroes, a nuestros símbolos, principios, ideales y valores.

En este imperativo tienen papel insoslayable los medios de comunicación social. Tienen que vincularse medios y fines. Esos fines están definidos en el citado artículo 3o. que disponer que la educación -y la cultura- que imparta el Estado, deben ser populares, nacionalistas y democráticas, entendiendo por ésta no únicamente una forma de gobierno, sino como un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo. Estos medios no deben ser los grandes ausentes de la cotidiana edificación de la patria. La patria –como la libertad y la justicia-, no es una mercancía medible en términos de espacio y tiempo; en planos y segundos.

Los mexicanos de la frontera norte, de esta hipersensible epidermis de la patria, debemos convivir, con orgullo e inteligencia, en esta cotidiana confrontación de dos culturas, evitando que la frontera se convierta en una grieta psicológica; tener muy en cuenta que nuestra América, la que emanciparon Hidalgo y Morelos; la que sustenta nuestra digna y prestigiada política exterior, pacifista y antiimperialista; la libre determinación de nuestros pueblos, es la América Latina, Indo américa. La otra, no es nuestra. Una educación en la globalidad, pero que inspire al torrente de niños y de jóvenes, sagrada reserva de la nación, de la patria, que no han nacido ni nacerán, ya, «para callar y obedecer».