Héctor Rodriguez Espinoza

Un 6 de agosto que no debe olvidarse y los derechos humanos

Bomba atómica de Nagasaki, Japón el 9 de agosto de 1945.

“Admito que la guerra estaba casi terminada, pero habría sido tonto no usar la nueva arma mortal… La victoria obtenida ha depositado sobre el pueblo norteamericano la responsabilidad permanente del liderato del mundo”.

—Harry S. Truman

Por Héctor Rodríguez Espinoza

I.- Desde que, según el pasaje bíblico, el agricultor Caín mató a su hermano el pastor Abel, por envidia, la violencia

Bomba atómica de Nagasaki, Japón el 9 de agosto de 1945.

ha acompañado a la humanidad. La guerra, como expresión de la agresividad humana pero reguladora con fría lógica, es una violencia finalizada por un Estado para destruir al enemigo. Ni el Helenismo, ni el Cristianismo, ni el Islam, ni el Capitalismo, ni el Comunismo han podido evitarla.

A 60 años del fin de la Segunda Guerra Mundial, la conflagración armada más mortífera que registra la humanidad, la conciencia nos llama a recordar una de sus tristemente célebres efemérides: el uso de la bomba atómica —el domingo 6 de agosto de 1945—, símbolo de la violencia y solución armada de los conflictos.

La gota que derramó el vaso del átomo, para fines no pacíficos, fue el bombardeo sorpresivo, en diciembre de 1941, que Japón hizo a Pearl Harbor, puerto de EE.UU. en Hawaii, mismo día que le declara la guerra. Por la alianza de Japón con Alemania e Italia, los países del Eje, EE.UU. les declara la guerra también, el 11 de diciembre.

En 1943, Italia se rinde el 8 de septiembre, mientras que Alemania resiste.

Para 1944, Roma es capturada intacta, el 4 de junio y por fin llega el famoso día D, desembarcan las tropas en Normandía, el 6 de junio.

En 1945, los aliados toman Berlín y acorralan a Adolfo Hitler el 1 de mayo, quien presuntamente se suicida con su esposa Eva Braun y sus cuerpos quemados, por órdenes del Fürher. En mayo termina la guerra en Europa, con una rendición incondicional el día 7. La obstinación de Japón para rendirse provocó el más aterrador de los hongos pseudocientíficos.

En la segunda mitad de los 40, después del holocausto judío, el mundo atestiguó, horrorizado, la experiencia de Auschwitz y la calculadora decisión del Presidente norteamericano Harry S. Truman —del Partido Demócrata, por cierto— de estallar las dos bombas atómicas sobre grandes ciudades abiertas (“para garantizar la paz”, expresó), concibiendo así su visión humanista: “Admito que la guerra estaba casi terminada, pero habría sido tonto no usar la nueva arma mortal … La victoria obtenida ha depositado sobre el pueblo norteamericano la responsabilidad permanente del liderato del mundo”. Con esta lógica arrasó Hiroshima (197,000 muertos) y Nagasaki (74,000), el domingo 6 y jueves 9 de agosto de 1945, lo que decidió la rendición del Japón y canceló cualquier razón para luchar o para sobrevivir. Los japoneses firmaron su rendición el 2 de septiembre y el Emperador Hiroito fue obligado a aceptar una Constitución democrática para su país.

Es dable recordar que los niños que nacían en Europa eran conocidos como los hijos del miedo, pues la institución del hogar había desaparecido; que en ella participaron millones de hombres, luchando en casi todos los continentes, mares y cielos; que su desarrollo y desenlace influyó en el destino de todos los pueblos; que produjo 55 millones de muertes, más civiles que militares; y que sus consecuencias todavía afectan a la economía y política de la actualidad. Como lo grande se percibe a distancia, su complejidad fue tal que se prolongó por décadas y cambió el mapa del mundo, surgiendo los nuevos Estados socialistas, hoy desintegrados.

Terminada esta guerra industrializada, vino la paz, pero rodeada del silencio, las ruinas, los cementerios conocidos y desconocidos, de uno y otro bando. Con ello, la geografía entera se vistió de luto y el mundo se cubrió de un manto de desmoralización. La ONU emite la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

En esa década, además de la bomba atómica, se inventaron el avión a reacción, el radar, la penicilina y dos elementos que tecnológicamente han impactado al mundo y transformado los conceptos y categorías de tiempo y espacio: la computación y las telecomunicaciones. En 1946 apareció la primera computadora, que tenía 17,000 bulbos, 20 metros de ancho y otros tantos de largo, tres metros de alto y 80 datos dentro (ahora tenemos las compact y las notebook, que en lugar de energía de tantos bulbos, consumen la de un foco y procesan 250 millones de caracteres). ¡Ah! ¡Si nuestra Generación hubiera tenido la oportunidad, que tienen ahora nuestros hijos y nietos, de utilizar a su edad este arsenal de herramientas!

En las telecomunicaciones, se empezaron a trasmitir 300 caracteres por segundo (ahora millones por segundo). Aparecieron el bikini, el cohete espacial, el jeep, el plexiglás, las medias de nylon, el snack-bar y el beso en público. La moda femenina es considerada ahora como “marimacha” y vulgar y, en general, relajadas la moral y las costumbres.

En las décadas siguientes, la guerra fría, la crisis de los misiles soviéticos en Cuba —lo más próximo a una Tercera Guerra Mundial—, la lucha por la conquista del espacio, las guerras del medio oriente, de Corea, de Vietnam, del Golfo Pérsico, de los Balcanes, de Chechenia y en el Este de África. Armamento que impresiona más, pero que ha matado menos. ¡Qué consuelo!

Hoy, cansadas de pelear y matar en la tierra, las superpotencias velan su armamento convencional, sofistican aún más el del futuro y navegan hacia otros planetas.

II.- John Saxe-Fernández (http://www.iade.org.ar/noticias/hiroshima-terrorismo-de-estado) escribe que a 60 años,

El costo de un ataque bélico que arrasó a la ciudad de Hiroshima y su gente.

todavía muchos aceptan la justificación esgrimida por Harry S. Truman y sus sucesores y, en la interpretación oficial, popularizada por Hollywood, cientos de miles de soldados de USA habrían salvado la vida; se enseña en muchas escuelas y por tv, especialmente en History Channel, intento por apropiarse del pasado y, en ejercicio orwelliano, digerirlo para expulsarlo al mundo con habitual falta de objetividad e interpretaciones sesgadas, para consumo de aquellos pueblos impactados.

Hiroshima es uno de ellos, demasiado importante para dejarlo en mercaderes. Su significación y actualidad es un hecho. Según encuesta en 2003 entre periodistas y formadores de opinión, la abrumadora mayoría lo identificó como el más importante durante el siglo XX. Frente a la actual y sostenida carrera armamentista, es un leve reflejo de su profundo impacto humano, histórico y estratégico.

Cobra inusitado relieve político e histórico la investigación de Gar Alperowitz The decision to use the atomic bomb (Nueva York, Knopf, 1995), demuestra que esos ataques no fueron causados por necesidades militares sino por motivaciones políticas, con la intención de impactar el medio ambiente posbélico que acabar con la guerra. El brutal mensaje de Truman fue: “tenemos el monopolio de este tipo de armas de destrucción masiva, y no nos tiembla la mano para usarlo contra la población civil”; “misiva” al resto de la humanidad, no sólo a Stalin.

Por Hiroshima y Nagasaki, Truman “globalizó” Auschwitz y proyectó hacia el futuro la práctica del terror de Estado, del genocidio, de los crímenes de guerra, del exterminio sistemático de la población, y de las operaciones clandestinas como instrumentos de política exterior.

Alperowitz muestra que William D. Leahy, almirante de la marina estadunidense y jefe del Estado Mayor de Truman, dejó constancia documental de que “el uso de este armamento bárbaro … no ayudó materialmente en nuestra campaña militar contra Japón… Al ser los primeros en usarlo, adoptamos los niveles éticos prevalecientes entre los bárbaros de las eras oscuras. A mí no se me enseñó a hacer la guerra de esta manera. Las guerras no pueden ganarse destruyendo mujeres y niños”. Los generales MacArthur y Eisenhower en ningún momento pensaron que fuera necesario usar la bomba atómica contra la población civil. Eisenhower escribió: “… expresé a Stimson (secretario de Guerra) mis graves dudas, primero en la base de mi convicción de que Japón ya estaba derrotado y que lanzar la bomba era un acto totalmente innecesario, y porque sabía que nuestro país debía evitar ofender a la opinión mundial usando un armamento innecesario para salvar vidas estadunidenses”. Alperowitz recuerda la sorpresa de Norman Cousins, al enterarse, en entrevista con MacArthur después de la guerra, que ni siquiera fue consultado, expresando, que no existió justificación militar alguna.

Hiroshima es un acontecimiento mayor en la historia de 500 años de la modernidad. Günther Anders advirtió que vivimos en la era en la que “en cualquier momento disponemos del poder para transformar cualquier lugar de nuestro planeta, aun nuestro planeta mismo, en una Hiroshima”. La reflexión seria permite apreciar, en toda su magnitud ética y estratégica, acontecimientos contemporáneos como la política nuclear de Bush o los brutales ataques aéreos contra la población civil iraquí, bajo el lema de shock and awe, rúbrica del terrorismo de Estado del ex secretario de la Defensa Donald H. Rumsfeld y de Paul D. Wolfowitz, ex “presidente” del Banco Mundial. Tan grave como la cómplice participación del gobierno de Junichiro Koizumi en la carnicería de Bush en Irak, bofetada a las víctimas de Hiroshima.

La Casa Blanca alienta la proliferación y modernización de las armas nucleares, intensificar la carrera armamentista a nivel nuclear y de balística intercontinental, y gira instrucciones secretas para preparar ataques contra seis naciones, Rusia y China entre ellas. El Sistema Nacional Antibalístico y la adopción de la guerra preventiva son parte de un explosivo recetario que incluye 4 mil 500 armas nucleares ofensivas de EE.UU., 3 mil 800 de Rusia, y entre 200 y 400 de Francia, Inglaterra y China. La de Bush fue una política nuclear, a decir de Robert MacNamara, “inmoral, ilegal, militarmente innecesaria y espantosamente peligrosa”.

III.- ¿Aprendimos la lección?

Caín, Caín ¿dónde está tu hermano Abel?