Destacada

¿Qué nos enseñan los terremotos?

Algunos de los que corríamos desesperadamente hacia la salida, registramos lo que parecía inminente —el derrumbe del edificio— mientras avanzábamos por una interminable red de escalones, entre gritos desesperados, temor, incertidumbre y pánico

Por Bulmaro Pacheco

Nos enseñan mucho, pero tardamos también mucho en asimilar la horripilante, inevitable e inesperada experiencia de un temblor de tierra, (earthquake) más allá de su duración y su intensidad.

En primer lugar, por la impotencia de no saber cuánto tiempo va a durar el temblor —ignorando magnitud o intensidad—, y en segundo, porque cuando a uno lo sorprende dentro del hogar, en el trabajo, en un edificio o lugar público —ahora lo sabemos—, salen sobrando las machacadas recomendaciones de colocarse debajo de las puertas o las mesas, por los colapsos tan frecuentes de edificios que en apariencia lucían fuertes.

Ahora uno la piensa y lo primero que se viene a la cabeza es abandonar rápidamente el lugar y, si uno anda en la calle, detenerse y buscar un sitio seguro a prueba de cables de electricidad o de transformadores en los postes —que son los primeros que explotan—.

Lo primero que se piensa es dejar todo y salir corriendo ante el crujir de las paredes, el quiebre de los vidrios, el desprendimientos de plafones y pedazos de  yeso, cal o de enjarre, y el cadencioso movimiento del inmueble de un lado a otro, reflejado en los objetos colgantes.

Todo suena y comienzan las cuarteaduras de paredes y techos, al punto de que pareciera que todo el inmueble se quiebra y se desplomará sobre quienes se encuentren cerca, como ha ocurrido en innumerables ocasiones.

Personalmente, me ha tocado vivir la experiencia de más de 10 sismos en Ciudad de México, con los agregados de terror y de sorpresa que suele acompañar a esos movimientos.

Pocos años antes del temblor de 1979, que tumbó el edificio de la Universidad Iberoamericana, me habían tocado algunos movimientos en edificios donde laboraba, otros en el domicilio particular y algunos más en los salones de clase de la UNAM. La recomendación principal en aquellos años era permanecer dentro del inmueble, y ponerse por debajo de las puertas, para no exponerse a salir a la calle y correr riesgos por el derrumbe de postes y el corte de los cables eléctricos, que seguido reventaban y provocaban fácilmente incendios.

También me tocó vivir la amarga e inolvidable tragedia del gran sismo de septiembre de 1985, apenas a 19 días de instalada la LIII Legislatura federal, de la que fui miembro.

Obligado a permanecer en Ciudad de México, en los meses posteriores a ese temblor viví de cerca el desenlace y los grandes daños ocasionados: miles de muertos e infinidad de daños materiales, registrados en una ciudad que todavía no estaba preparada —ni física, ni técnica, ni materialmente—, para una tragedia de esas magnitudes.

Ni el gobierno federal ni el de Ciudad de México estaban preparados para enfrentar una crisis de esa magnitud. Los sistemas de protección civil estaba todavía en pañales y la reglamentación de las construcciones urbanas eran rudimentarias y deficientes, dando lugar a numerosas irregularidades en la construcción de edificios en lugares no adecuados y sin la supervisión rigurosa, sobre todo en el debido cumplimento de las recomendaciones técnicas.

La prueba fue el gran número de muertos (10 mil) y el gran número de edificios quebrados o colapsados, casi todos del primer cuadro —básicamente de oficinas públicas y privadas—, que después de semanas de ocurrido el sismo, al pasar frente a ellos, la gente todavía percibía el fétido olor que despedían los cadáveres descompuestos de quienes habían corrido con la mala fortuna de haber quedado atrapados.

Sin embargo, ninguno de lo relatado anteriormente fue sentido en lo personal como el del pasado martes 19 de septiembre en un tercer piso.

Un movimiento telúrico escandaloso, ruidoso, violento, que a pesar de tantas experiencias, tanto ensayo, simulacro y recomendaciones de protección civil para tratar de librar los principales efectos del fenómeno, todo fue avasallado por el instinto de sobrevivencia de quienes han visto y experimentado mucho y han vivido también las incertidumbres que originan estos fenómenos naturales.

Salir corriendo en masa, a través de las escaleras de un remodelado edificio ubicado en el centro de la ciudad, reconstruido a raíz del sismo de 1985, en medio de gritos desesperados de más de 500 personas, quienes al mismo tiempo deseaban apurar la salida y querían llegar primero que nadie a la calle, mientras el edificio seguía contoneándose, arrojando sobre las personas padecería de vidrios, yeso, desprendimiento de paredes, y con una escandalosa cantidad de ruidos en su estructura que anticipaban cuarteaduras en un movimiento aleatorio que a la mayoría se nos hacía eterno, y conscientes de que mientras más tiempo durase el movimiento, mayores serían los riesgos de que el edificio se colapsara, cayendo encima de quienes tratábamos de abandonarlo a toda prisa, en una carrera apresurada, desordenada y con la adrenalina al máximo, a punto de la histeria y la crisis nerviosa.

Se nos venían a la memoria algunos amigos muertos en el desaparecido Hotel Regis en el temblor de 1985, como el inolvidable “Tito” Ernesto Fontes Parra, un luchón Cenecista de estación Llano, Benjamín Hill de 47 años, con quien viajamos juntos en Mexicana de Aviación, de Hermosillo a Ciudad de México, un día antes de la tragedia.

“¿A qué vas al Regis?”, le espetó el recordado empresario Ventura Sierra —quien viajaba en el mismo avión— al Tito, mientras recogían cada quien su maleta en la banda respectiva. “Vente conmigo al Hotel Presidente, ahí hay campo, ándale, acompáñame, te invito”, le insistió Ventura a Fontes, a lo que él le contestó; “que no, que la mayoría de las citas que tenía al día siguiente (Con Luis Martínez Villicaña secretario de la reforma agraria entre otros) le quedaban muy cerca del Regis y además, en ese hotel lo trataban como en familia”, y era cierto, era el hotel de los Cenecistas.

Hotel Regis durante el sismo de 1985. Era de los más visitados por sonorenses en la Ciudad de México.

Quienes sobrevivieron de la caída del Hotel Regis y ya en la calle en pijamas o en paños menores, contaban que Fontes —muy alto y fornido—, sucumbió bajando aceleradamente las escaleras, ante una mole ardiente de escombro, polvos, varillas y restos de metales que lo atraparon antes de la salida. Ahí en los escalones, fruto del derrumbe súbito del edificio, del que solo quedaron las ruinas humeantes, y sobre el pavimento el enorme y cuadrado reloj del Hotel Regis que cayó y se paralizó a las 7:19 am, la hora exacta del temblor.

También la sensación de algunos de los que corríamos desesperadamente hacia la salida, registramos sobre lo que parecía inminente —el derrumbe del edificio—, mientras avanzábamos por las escaleras de emergencia, en una —para ese momento crucial— interminable red de escalones de cemento con solera y barras, entre gritos desesperados y “ayes” confundidos y aturdidos por el temor, la incertidumbre y el pánico.

A la salida del edificio y ya en la calle, el caos total.

Los semáforos de la avenida Arcos de Belén apagados, desprendidos y sin funcionar. El tráfico paralizado, las calles aledañas repletas de asustados contingentes expulsados de varios lugares, los camellones repletos de gente aterrada que salía de los edificios, grupos de personas llorando y en crisis nerviosa, otros abrazándose porque habían podido salir, unos más tratando de utilizar su teléfono móvil —sin éxito por la saturación de la red— para avisar que se encontraba bien, o para preguntar por algún pariente, otros más reportando a alguien desmayado en plena vía pública, y el frecuente ulular de las sirenas de ambulancias que a lo lejos anunciaban quién sabe qué apuro, accidente, incendio o tragedia.

La mayoría, experimentando todavía algún temblor imaginario —o quizá la incierta y temida réplica—, todavía con las piernas temblorosas quizá por los efectos secundarios del temblor o por el nerviosismo que deja temporalmente secuelas en el estado de ánimo personal. Igual, una mayoría silenciosa, buscando desesperadamente al amigo, al compañero, preguntando por sus cosas o por sus pertenencias olvidadas dentro del edificio ante la súbita salida del mismo.

Más allá de la experiencia personal, están los efectos sociales, económicos y morales de los temblores, y cada uno tuvo su recuerdo: El de 1959 no deja de ser anecdótico por la caída del Ángel de la Independencia, el de 1979 por la caída de la Universidad Iberoamericana.

Pero los de 1985 y del 2017 serán recordados por la gran pérdida de vidas humanas, los daños materiales que han cambiado el rostro de Ciudad de México y los grandes daños provocados en los estados del sur del país. También por el nacimiento de una nueva forma de organización social que tiene como base la iniciativa ciudadana, para impulsar la solidaridad, y los nuevos esquemas de apoyo a las víctimas de las tragedias donde ahora se ve más coordinación y orden.

En 1985 los gobiernos tardaron en reaccionar y la sociedad no esperó y le ganó la iniciativa. En el 2017 el gobierno y la sociedad han ido juntos al rescate de personas y la reparación de daños. Sin embargo, no siempre se le da gusto a la totalidad. El sismo también ha servido para expresiones de mezquindad, egoísmos y muestras de la escoria social que tratan de sacar raja política y social de las tragedias, como cuando en un accidente de autobús —a estas alturas—, todavía los choferes huyen dejando a los heridos abandonados. Al final, la verdad pondrá a cada quien en su lugar, y algunas enseñanzas van a quedar de la tragedia como por ejemplo, esa de que México es y seguirá siendo siempre, más grande que los intereses en pugna que se lo quieren acabar y desde luego, que sus problemas, por más graves y que éstos parezcan. Es nuestra historia.

 

[email protected]